La guerra de los mundos

Alguien dijo a mi lado: “esto parece La guerra de los mundos”. Las calles casi vacías y la gente haciendo cola para entrar en los supermercados. El tráfico de vehículos reducido a lo que era normal en la alguna década de la primera mitad del siglo XX (una década u otra según el país, según la ciudad, según la región del mundo o del país).

En ese momento pensé que había leído La guerra de los mundos. No era así. Había leído otras novelas de H.G. Wells, no esta. Por eso la he leído ahora. Se pueden encontrar versiones electrónicas gratuitas o muy económicas de las obras de Wells, porque son de dominio público. Había visto, desde luego, las versiones cinematográficas más famosas: la de 1953, que adapta muy libremente la idea original, se desarrolla en América y tiene el encanto vintage del cine de la época.

Guerra dei Mondi – War of the Worlds

La de Spielberg, de 2005, sigue en la línea de adaptar libremente la historia y situarla en América, aunque tiene más puntos en común con el libro que la anterior (debo decir que no me gustó demasiado: típico producto de consumo con buena realización, muchos medios, narrativa eficaz, grandes efectos especiales y ningún interés). No he visto la reciente serie de la BBC que sitúa la acción en el mismo tiempo y lugar que la novela (el sur de Inglaterra durante la época eduardiana).

En Wikipedia, ese monstruoso compendio del saber universal, no sólo hay un artículo dedicado a H.G. Wells, sino artículos específicamente dedicados a La guerra de los mundos en diferentes idiomas. He leído el que está en español y el que está en inglés. Se complementan, pero este último contiene más información y trata una serie de temas no sólo directamente relacionados con el libro sino con el medio socio-cultural en el que nació: la literatura de invasión (un género que se propagó como la mala hierba en el Reino Unido entre 1871 y 1914), las ideas científicas de la época, el colonialismo…

Según parece, el libro de Wells es considerado el primero que trata el tema de una invasión extraterrestre no tanto porque lo fuera estrictamente hablando sino porque la obra de Robert Potter The Germ Growers publicada en Londres en 1892 apenas tuvo difusión. En todo caso, la de Wells establece las bases de un subgénero y su influencia, larga como la mano del destino, ha producido innumerables secuelas y variaciones.

El artículo de Wikipedia The War of the Worlds está muy bien estructurado y es casi un pequeño estudio del libro, como podemos comprobar en el índice, que traduzco a continuación:

1 Argumento (un auténtico spoiler)
2 Estilo
3 Contexto científico
4 Localización geográfica
5 Contexto cultural
6 Publicación
7 Recepción de la obra
8 Relación con la literatura de invasión
9 Predicciones científicas y exactitud
10 Interpretaciones
11 Influencias
12 Adaptaciones
13 Ver también
14 Referencias
15 Enlaces externos

El artículo en español es menos completo, pero contempla algunos puntos que no aparecen en el anterior. Su índice es el siguiente:

1 Sinopsis
2 Secuencia de los eventos
3 Radio
3.1 Adaptación de Orson Welles (1938)
3.2 Adaptación de Orson Welles (1949)
4 Cine
5 Otras adaptaciones
5.1 Obras derivadas
6 Interpretaciones
7 Véase también
8 Enlaces externos

En el artículo de Wikipedia escrito en español, hay un apartado que se titula “la secuencia de los eventos”. En él se resume la estructura temporal de los hechos sobre los cuales se desarrolla la narración. Está muy bien como guía de lectura. (La sinopsis es un spoiler en toda regla).

Dentro del apartado Interpretaciones del artículo de Wikipedia en inglés se dan claves culturales que nos permiten ver más claramente las ideas, la visión del mundo y también las denuncias contenidas en la novela. Lo cierto es que, por si acaso las implicaciones de la trama no son evidentes para algunos lectores, el narrador dice cosas como la que sigue:

“Y antes de juzgarles (a los marcianos) con excesiva dureza debemos recordar la despiadada y completa destrucción que nuestra especie ha llevado no sólo a los animales como el extinto bisonte o el dodo, sino también a sus razas inferiores. Los tasmanos, a pesar de su aspecto humano, fueron borrados de la existencia en una guerra de exterminio llevada a cabo por inmigrantes europeos en el espacio de cincuenta años. ¿Somos acaso apóstoles de la misericordia tales que podamos quejarnos de que los marcianos hicieran la guerra con el mismo espíritu?”
—Capítulo I: La víspera de la guerra—

Esto de la razas inferiores pone los pelos de punta, pero la gente de la época pensaba así. El racismo se consideraba científico. La ciencia clasificaba a las especies en superiores e inferiores, con el homo sapiens a la cabeza de la creación, y el darwinismo social era una extrapolación a las sociedades humanas de la jerarquización del mundo natural y de la idea de la supervivencia del más apto.

Aquellos polvos trajeron luego los lodos que sabemos, esos lodos con esvástica que combinaban la reivindicación del exterminio y la eficacia industrial. Hoy día los científicos no consideran que la idea de razas y especies superiores o inferiores tenga mucho que ver con la selección natural ni tampoco con la ciencia. El que se adapta mejor a un determinado medio puede encontrarse en inferioridad de condiciones cuando el medio cambia, y los cambios que priman la selección de unos rasgos sobre otros son azarosos: no sobreviven “los mejores”, sino los que, casualmente, tienen las características a partir de las cuales pueden desarrollar una nueva adaptación. Llevar ese concepto a las sociedades humanas es por tanto inadecuado porque confunde “apto” con “bueno” o “mejor”, pero además hoy día se considera muy poco científico dar el salto alegremente de una esfera a otra y aplicar a la sociedad parámetros propios de un sistema biológico. Las perspectivas del darwinismo social pueden producir estupor en la actualidad, pero cuando se escribió La guerra de los mundos eran ampliamente aceptadas. Y es que encajaban tan bien con el colonialismo y el imperialismo europeos…

Qué suerte saber que puedes andar por ahí sojuzgando y aplastando a otros pueblos, robandoles sus tierras y sus recursos, matando poblaciones enteras porque perteneces a la civilización superior y a la raza superior, tienes la mejor tecnología y la mejor religión y tus fines lo justifican todo. Aunque, ahora que lo pienso, a ver si va a haber gente en nuestros días que aún piensa estas cosas… (y actúa en consecuencia).

En el libro están representadas también las convicciones sobre la superioridad de clase, como no. Es todo muy instructivo. Siendo Wells hijo de un jardinero y de una criada en la Inglaterra de fines del siglo XIX, este es un tema que abordó con frecuencia de forma poco convencional y que debía de proporcionarle una energía de orientación variable.

Muchas de las ideas de la época sobre como eran (y debían ser) las relaciones entre clases, razas, pueblos, géneros, individuos están ahí sencillamente en tanto rasgos del mundo en el que el narrador se desenvuelve. El marco general de las mismas no es atacado de forma absoluta: al fin y al cabo, Wells tenía que ganarse la vida como escritor profesional llegando a un público que en conjunto no era muy partidario de la revolución social, y por muy progresista que fuera para su tiempo, es imposible que no encontremos en él algún planteamiento que ahora nos parezca retrógrado (¡por Dios, estamos hablando del siglo XIX!).

Pero dentro del paréntesis que supone el breve reinado de terror de los marcianos se llegan a poner muchos elementos en tela de juicio. El mismo argumento de la obra es una sacudida que afecta a algunas de las fibras principales de la sociedad de entonces. El narrador interviene más de una vez para dejar muy claro hacia dónde está apuntando. Y no sólo apunta hacia el tema evidente del colonialismo: el papel principal del hombre en la creación vacila ante la presencia (o posible presencia) de una inteligencia superior procedente de otro mundo.

“Por un momento toqué una emoción habitualmente situada fuera del espectro de las emociones humanas, si bien de sobra conocida por los pobres brutos sometidos a nuestro dominio. Me sentí como debe de sentirse el conejo que regresa a su madriguera y de pronto encuentra frente a sí el trabajo de una docena de peones afanosos que construyen los cimientos de una casa. Tuve el presentimiento de algo que enseguida creció hasta volverse claro en mi mente y que me oprimió durante días, una sensación de destronamiento, la convicción de ya no era yo un amo, sino un animal entre los animales, bajo la bota marciana. Para nosotros sería como para ellos, acechar y observar, correr y esconderse; el temor del hombre y su imperio se habían acabado”
—Capítulo VI. El trabajo de quince días—

En el capítulo VII, El hombre en la colina de Putney, el narrador vuelve a encontrarse con el artillero, un personaje que ha aparecido previamente, y en el discurso de este, por más que se detecte en su comportamiento una sospechosa inconsistencia, hay una crítica de la sociedad y un proyecto de resistencia que el narrador escucha con entusiasmo (aunque sagazmente el autor no pone ese discurso en boca del narrador, que es un personaje mucho más parecido a él mismo). La resistencia ante los invasores parece por un momento una oportunidad de regeneración para una sociedad decadente donde las personas viven vidas monótonas carentes de libertad, propósito o grandeza.
Por cierto que el personaje del cura, uno de los eventuales compañeros de aventuras, o mejor dicho, de desventuras, del narrador durante parte de la novela, no queda nada bien: es un tipo blando, tembloroso, que no puede controlar el impulso de comer aún cuando escasean las provisiones. Está habituado a una vida fácil y a un orden dentro del cual tiene su papel y su importancia asegurados y pierde la razón cuando llega la catástrofe y todo eso desaparece.

Antes de encontrarse, o mejor, reencontrarse con el artillero, el narrador pasa una noche espantosa en el mesón situado en lo alto de la colina de Putney. Hay una diferencia muy grande entre la religiosidad del narrador y la del cura, que es formal y superficial y encaja todo el orden del mundo en un relato mítico-religioso y reduce la existencia a una serie de convenciones. Así que cuando llegan los marcianos, para él sólo puede estar sucediendo una cosa: son enviados de Dios que ha decidido aniquilar a la humanidad. Pero el narrador se da cuenta de que el hombre no razona. Presa del miedo y de los impulsos, su agitación y su parloteo sobre el fin del mundo parecen ser una monomanía (una monomanía muy lógica en un pilar de la sociedad como él). ¿Cómo iba a haber una civilización más poderosa que el Imperio Británico, cómo encajar en el esquema de la Creación a unos seres cabezones todo cerebro capaces de aplastar al Hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador?

Los pensamientos del narrador son muy distintos durante esa noche que pasa en vela en la colina de Putney:

“Desde la noche de mi retorno de Leatherhead no había rezado. Había pronunciado oraciones, había orado lo mismo que los paganos musitan encantamientos cuando me encontraba en extrema necesidad; pero ahora sí que recé, recé pausada y lúcidamente, cara a cara con la oscuridad de Dios. ¡Extraña noche! Y más extraña aún por que, apenas comenzó a amanecer, yo, que había hablado con Dios, me arrastré fuera de la casa como una rata que abandona su escondrijo —una criatura apenas algo mayor, un animal inferior, una cosa que, por cualquier pasajero capricho de nuestros amos, podría ser cazada y muerta. Tal vez ellos también rezaban confiadamente a Dios. Sin duda, si no hemos aprendido ninguna otra cosa, esta guerra nos ha enseñado a tener compasión —compasión por esos seres desprovisto de razón que sufren bajo nuestro dominio”.

La novela plantea una situación que induce al lector de la época a reflexionar sobre temas que le son familiares, que forman parte de la organización de la sociedad y el mundo. Es una sacudida, una llamada a la amplitud de miras, una invocación a la piedad: los fundamentos del edificio aún son intocables.

El capítulo VIII. Dead London pone las cosas a su sitio y vuelve Londres a la vida, matando a los marcianos. Y si es una nueva lección de humildad, asegura la posición de la especie humana en el orden de la creación, según las ideas religiosas y científicas del tiempo.

Lección de humildad: los marcianos son muertos por las bacterias que causan la putrefacción y la enfermedad, bacterias para las que carecían de un sistema inmunológico que los defendiese.
“Muertos” dice el narrador “después de que hubieran fallado todos los artefactos humanos, por las cosas más humildes que Dios, en su sabiduría, ha puesto sobre esta tierra.”

Hay un momento en que el narrador adopta un tono sentencioso y casi bíblico:

“Por el peaje de un billón de muertes el hombre ha comprado su derecho de nacimiento sobre la tierra, y es suya contra cualquier recien llegado, y aún sería suya aunque los marcianos fueran diez veces más poderosos de lo que ya son. Pues los hombres ni viven ni mueren en vano”.

Es un mensaje muy distinto del que empezó a llevar consigo la literatura después de la segunda guerra mundial, cuando una Europa reducida a ruinas, una orgullosa civilización reducida a la miseria generó de un modo natural la literatura existencialista, donde el absurdo de la existencia humana es el protagonista.

Wells había recibido educación científica. Había estudiado biología en la Escuela Normal de Ciencia, más tarde Real Colegio de Ciencia de South Kensington.
Así que no es raro el desenlace de la novela. No es raro que se le ocurriera ni que tuviera los conocimientos para concebirlo. Ese desenlace que conocemos por las películas aunque no hayamos leído el libro. Ese final que tuvo que sorprender a sus primeros lectores más de lo que sorprendería a un lector de hoy que no supiera nada del libro, que no hubiese visto ninguna de las películas.

La novela de H.G. Wells se publicó por primera en la revista Pearson’s Magazine, por entregas, en 1897. La primera edición en libro es de 1898. En esa época se estaban realizando importantes descubrimientos sobre inmunidad. Por ejemplo, en 1882 Ilya Ilych Mechnikov descubrió los macrófagos (un tipo de glóbulo blanco). Más tarde, ya en el siglo XX, Mecnhikon recibiría el premio Nóbel por sus descubrimientos. Sin duda Wells estaba al tanto de los avances científicos, especialmente los que tenían relación con su especialidad. Y como Dios creador del universo de ficción de La guerra de los mundos, hizo a los marcianos sin sistema inmune, provenientes de un planeta donde, por alguna razón, no hay putrefacción ni enfermedades infecciosas. El autor no pierde tiempo en solucionar los problemas que esto plantea en la ecología de un planeta: al fin y al cabo es un mundo extraño, desconocido, extraterreste, que se rige por otros parámetros. Simplemente convierte a las bacterias en las ganadoras de la guerra de los mundos. Son ellas, y no el ser humano, las que prueban ser capaces de defender la Tierra.

Próximo post: Marcianos y bacterias

Published by Mary Wolfhouse

Writer and freelance journalist. Mary Wolfhouse is a pen name and also an Internet avatar.

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